Terminando la saga catalana, toca analizar con un poquito más de detalle (no mucho), la última localidad visitada.
Mi tío es famoso por su pasión por el campo, así que hace varias décadas tomó parte en la toma de unos terrenos públicos entre autovías y riachuelos, los cuales fueron parcelados y convertidos en huertos con casitas para pasar el fin de semana. De Ripollet en sí poco recuerdo, quizás alguna casa baja y las rotondas que la bordean para llegar a tan alejado lugar donde se emplaza el huerto.
Mi abuela siempre había hablado delicias del huerto de su hijo y en mi imaginación era como un cortijo de pequeñas dimensiones. Para nada, la realidad era más austera: con tablas y elementos reciclados se había hecho con una casucha para guardar lo aperos de trabajo y para colocar una mesa larga para las celebraciones familiares o religiosas.
Eso sí, el huerto era grande y estaba dividido en varias zonas donde cultivar diferentes verduras y frutas. Sí me encantó una hamaca y las parras cargadas de uvas que proyectaban una densa sombra para apaciguar el fuerte calor. La reunión fue numerosa y se comió una parrillada en condiciones.
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