Nueva etapa vital. Nuevos desafíos y nuevas vivencias. Y con algo de temor, para qué engañarnos. Pero con ganas de volver a trabajar y cambiar de aires, puesto que la situación en Argentina se había hecho insoportable.
Lo primero fue la histeria de conseguir documentos y legalizarlos. A veces como que no daba tiempo necesario, pero lo logramos. Y aunque salí a una hora más tardía de lo que indicaban como óptimo llegué en un bus enorme y solo ocupado por dos, hasta Ezeiza y me puse a esperar. Y esperé más de la cuenta, puesto que una intensa lluvia con tormenta electrizó toda la pista y no se podía repostar. Pero al final hubo suerte y sobrevolé los Andes y me maravillé con esas formas. Un paso rápido por Guayaquil y terminé en un bus de miles de colorines chillones que me dejó cuatro horas después en Ibarra, de algo más de cien mil habitantes.
Lo primero que hice fue comer algo, por lo que salí del hotel y busqué dónde seguía algo abierto. Me impactó la poca iluminación. Muy tétrico. Y eso de que no enluzcan los laterales de los edificios y los miles de cables colgados me preocupó. Pero a la mañana todo cambió. El farallón ibarreño, los prietos montes me maravillaron, con el nevado Cayambe al fondo. Y eso que no había visto al Imbabura en todo su esplendor. Majestuoso y con ese imponente cono volcánico. Uno no se cansa de mirarlo. Y es que cambia la posición del sol y cambia la forma y se resaltan nuevos detalles. ¡Y por fin sol y calor!
Paseé por el centro, que es como un improvisado e imponente centro comercial. Y el mercado aún más. Trazado y pinta española. Y más con sus placitas ajardinadas con árboles encalados hasta la mitad. Las iglesias son las típicas criollas y el paseo me llevó hasta el parque Ciudad Blanca, que antes era un antiguo aeropuerto. Ahora es un paseo inmenso y largo, con multitud de zonas, puentes y fuentes. De recibo entrar en los centros comerciales y observar el arcángel que está sobre uno de los montes. Y el tema de comidas, pues se te vuelven locos los ojos, para qué negarlo. Visitar la zanja donde se esconde el río Tahuando es un espectáculo de vegetación, típico en Ecuador. Y comer las nuevas y exóticas frutas no tiene precio.
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