jueves, 9 de abril de 2020

La consagración del juancarlismo

A estas alturas del partido ya todo el mundo puede intuir mis simpatías por la institución de la Corona. A mi entender, y en base a muchas lecturas (no solo de artículos de opinión, sino también de ensayos teóricos e históricos con base jurídica, legislativa y procedimental) y vivencias creo que para España la monarquía parlamentaria le da más fortalezas que debilidades. Evidentemente, todo es discutible y los vaivenes pueden hacer que un día algo valga y al otro no encontrarle función. Sin embargo, por principios, la más alta magistratura estatal ha de ser neutra y representativa. Evidentemente, perseguir esto tiene un precio y es el aceptar el privilegio familiar de acceso a la Jefatura del Estado. Que sí, que la institución por configuración e historia no es democrática, pero ya hace años que me planteé esto y en una democracia también hay parcelas que no se rigen por criterios perfectamente democráticos (universidad, poder judicial, oposiciones, una familia...). Otro asunto es que se tienda a confundir el término democrático con el término universal, por ejemplo.

También, para demostrar la utilidad de un monarca, la institución ha de legitimarse día a día, no solo basta la legitimidad histórica sucesoria o la legitimidad de origen (ya sea su pecado original como designación franquista o su formulación en el entramado constitucional refrendado). Y para asegurarse aquella legitimidad de ejercicio ha de cumplir el rey escrupulosamente sus deberes constitucionales, así como, y no menos importante, actuar siempre de una manera imparcial, transparente y ejemplar. O sea, su vida pública va ligada a su vida privada y cualquier tacha que podría pasar desapercibida o perdonada en otros casos aquí se vuelve una mancha imposible de quitar. Dicho de otra manera, si estafa, si engaña, aunque sea mucho menos que cualquier otro, termina por desacreditar a la persona y, consecuentemente, a la institución. Por eso ha de exigírsele sanamente una conducta siempre irreprochable.

Queda por adelantado que sigo prefiriendo el régimen democrático a cualquier otro. Una jefatura del Estado electiva o hereditaria no afecta, a priori, el ahondamiento en los procesos democráticos de un país. Ahí están las tablas sobre índices de democracia, libertad de expresión, nivel de vida, etc., donde los primeros puestos casi siempre están ocupados por monarquías parlamentarias y los últimos casi siempre por repúblicas autocráticas. Eso sí, si llega un momento en que sí impiden la profundización democrática de una sociedad yo voy a ser el primero en replantearme las cosas. Que lo que tenga que ser, sea.

El detonante, en esta época de pandemias, no ha sido otro que salieron a la luz cuentas opacas del rey emérito donde recibía donativos de sus amigos saudíes. Parece ser que eran comisiones ilegales por conseguir que las empresas españolas fueran las que construyesen en Arabia el tren de alta velocidad, pero no lo tengo tan claro (¿no deberían dar comisión los que ganan el proyecto, o sea, las empresas españolas? ¿Por qué recibió la comisión antes del dictamen?) En todo caso, sigue siendo bien reprobable que ocultase dinero fraudulentamente y que diera donaciones a su amante Corinna para conseguir silencio. Con su dinero puede hacer lo que quiera, evidentemente, pero actuar impunemente y a espaldas de la ley es algo que es reprobable, lo haya hecho siendo inviolable por su cargo o no (y si lo hizo a sabiendas que era inviolable habría que pensarse si retener esta figura legal, ¿no?). Si tras su abdicación Juan Carlos I ha seguido con sus tejemanejes su fuero puede ser sorteado y se le puede sentar al banquillo. Faltaría más.

Este escándalo ha acaparado bastante atención mediática y muchos españoles han pedido aclaraciones o acciones por parte de Felipe VI, el cual parece que era beneficiario de estas sociedades aunque, según su palabra registrada ante notario, desconocía estos hechos. Su actuación ha sido rápida y tajante: indicar que renunciará a este dinero cuando lo herede (evidentemente no puede renunciar ahora), apartar a su padre de la agenda real y retirarle la asignación anual que recibía. Un cortafuegos que funciona y tiene la misión de evitar minar aún más si cabe a la institución. Si bien a inicios del reinado ya se hicieron gestos por la transparencia y ejemplaridad estos no tuvieron mucho recorrido (entendible por la inestabilidad gubernamental del país en este lustro): cuentas transparentes, política de regalos, alejamiento de Urdangarin y retiro del título a la Infanta. Por otro lado, si ya tenía conocimiento de estas sociedades opacas hace como un año, ¿por qué no actuó? ¿O sabía que esto era un juego de perder? ¿Esperaba que acampase el temporal sin mucho revuelo?

Ahora la institución está poniendo la carne en el asador para revitalizarse: mucha aparición en las redes sociales, muchas grabaciones e informaciones del papel mediador que realiza normalmente la Corona en silencio. Y es que, para mí, su alocución pública estuvo muy lejos del efecto esperanzador que tenía pensado. Vi a un monarca improvisando, con mucho lenguaje gestual demasiado evidente y grotesco, un aire de preocupación y una iluminación y sonido de poca calidad. Entiendo que su aparición no era necesaria pues ya habíamos tenido varias alocuciones del presidente Sánchez y tener tantos mensajes a la nación les quita solemnidad y trascendencia. Quizás alguien, de sopetón, se le ocurrió que era una buena idea y, ¡plaf!, a improvisar un discurso apenas ensayado y en fechas no muy buenas.

Hablando de la institución, por muchas ventajas que de por sí yo le vea, y de acuerdo con Moreno Luzón, es una institución que es muy dependiente de la personalidad de quien ostente el cargo. La Transición fue bastante bien gracias a la cintura política de Juan Carlos I y a la disposición de reformistas y oposición dialogante. Tampoco, y visto lo visto, podemos dejar en menos la gran labor de Adolfo Suárez y las ganas de democracia de la sociedad civil. Sin embargo, el papel de liderazgo del Rey, su influjo sobre las Fuerzas Armadas, su campechanía, su actuación en el 23-F y el beneplácito de la prensa y de sectores republicanos, hicieron cuajar la figura del juarcarlismo: posibilistas demócratas que no encajaban con las posturas monárquicas pero que aceptaban como rey a Juan Carlos I por su gran labor y la estabilidad que garantizaba.

Pero cuando pasan los años de haberse creado un mito y sus protagonistas siguen vivos, el personaje tiende a creerse que él es el mito, que es justo como lo describe el mito y no solo personas con sus virtudes y defectos. La cacería en Botsuana fue el comienzo del fin, de alguien que se creyó por encima de todo porque se identificó demasiado con la figura que se había fabricado de él. Esto, unido a una prensa que había sido largo tiempo benévola con la Familia Real, incluso cómplice de guardar ciertos secretos, le hicieron seguramente creerse impune. Ya a esos niveles no le importaba perder réditos de sus grandes logros, ya no le importaba que su caída fuese aprovechada por varios para enturbiar la Transición, ya no le importaba la continuidad de la monarquía. Él se creyó que estaba por encima de lo que había trabajado por conseguir. Y, evidentemente, cayó.

La consecuencia de esto es que tras la abdicación de Juan Carlos I el juancarlismo quedó ya sin sentido, atraer tantos seguidores de su persona tiene el punto negativo que cuando caes todos abandonan el barco. Si los juancarlistas quedan retratados como aprovechados, como gente que solo quería proyección y prebendas por estar cerca del Rey o por apoyarlo, ya todo está perdido. La proclamación de Felipe VI fue sin sobresaltos, para sorpresa de propios y extraños, quizás muchos no monárquicos la vieron con la fuerza de la inercia, o viendo la masa juancarlista (porque, seamos sinceros, muchos en la sociedad civil eran juarcarlistas, no solo empresarios y gente con poder) decidieron seguir para adelante. Pero si la persona-mito cae con el propio mito, la virtud del juancarlismo se convierte en su maldición, a saber, que todo funcionaba porque todos se arremolinaban junto a una persona. Con el juancarlismo desactivado y desacreditado, los posibilistas pueden replantearse la situación, quizás ya no es momento de seguir apoyando a una monarquía y quizás tiene más posibilidades una república. Es más, seguro que hasta el propio Juan Carlos es más juancarlista que monárquico, por lo que no se sacrificará por la institución aceptando que ha hecho mal y que sí o sí va a pasar por los tribunales; intentará, en cambio, aferrarse a su fuero y a toda argucia legal para evitar un banquillo, ya que, según él, su mito está muy por encima de lo que es legal y de lo que no es, de la ética y de la proyección de su figura en la Historia. Y de la propia institución monárquica.

El posibilista, creo que por fortuna, es pragmático y accidentalista y ahora tiene un nuevo tablero limpio para ver dónde ajustarse. Y es que en España siempre han sido mayoría: lo fueron en La Gloriosa, en la I y II Repúblicas, en la Restauración alfonsina y en la Transición tras la dictadura. Cuando ven visos de estabilidad y seguridad, allí van porque, evidentemente, quieren vivir tranquilos una vida normal, sin sobresaltos, sin recortes a sus libertades. Eligen al que consiga estabilizar una democracia. Y no, en España no hay muchos monárquicos o republicanos, en los conceptos más acérrimos del término, claro. Por mucha petulancia y soberbia que tengan hoy en día los republicanos, la cosa no está tan segura (pocos fieles van a seguir atrayendo con esa actitud, al rival hay que ganárselo, no va a venir tras ser ridiculizado). En España, como siempre, deciden los posibilistas.

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