viernes, 10 de junio de 2022

Elecciones en Francia, ¿punto de inflexión?

 Muy interesante el proceso electoral francés de los pasados meses. Evidente iba a ser la reelección de Macron, aunque se pensaba que iba a ganar de calle, tanto que empezó a hacer un postureo poco sano como mediador del conflicto entre Rusia y Ucrania y con algunos empujones del resto de candidatos la elección volvió a estar reñida. Había prometido Macron que iba a ser el presidente de todos los franceses y que iba a gestionar el país de buena manera, con una perspectiva europeísta intensa y que no se iba a dar su victoria in extremis esta vez (en alusión al fantasma de la ultraderecha). Para sorpresa de muchos, la victoria in extremis volvió a darse aunque ahora con algo más de holgura.

Emmanuel es un genio a la hora de la puesta en escena, del simbolismo, de la declaración justa y del ángulo de fotografía preciso. En una república con tintes tan monárquicos (la Constitución de la V República da unos poderes al Jefe del Estado impresionantes, haciéndolo el protagonista indiscutible de la vida política del país) el tema del simbolismo y comunicación son algo muy importantes. El dirigente socioliberal tenía a numerosos competidores, pero ha sabido granjearse el voto mayoritario. Ojo, en el proceso de cambio en el que está inmersa Francia ese voto es bien volátil, es un voto prestado: muchos lo votaron como mal menor, en defensa de la democracia contra Le Pen.

La aliada rusa y adalid de la extrema derecha francesa ha jugado muy bien sus cartas. No se desmotiva, no pierde la paciencia, le basta ganar una vez aunque haya perdido decenas de veces. Su cambio de discurso ya oculta su malestar con los colectivos LGTB y pro derechos de las mujeres, ahora se mueve más en generar una figura de defensora de los valores (no tradicionales, sino actuales) franceses contra el enemigo interior, o sea, los franceses descendientes de inmigrantes, así como inmigrantes de nuevo cuño. Sus posturas anti-islámicas la convierten en atractiva para los conspiranoicos, los xenófobos y los racistas, así como gente que queda asustada por la atmósfera de malestar que se ha encargado de generar (y que ya llevaba cargando Francia hace mucho tiempo con la inclusión de inmigrantes y descendientes). También ha ayudado mucho la abusiva atención mediática hacia Zemmour, con posturas más radicales aún de extrema derecha. La han hecho ver indirectamente como la moderada.

Por otro lado Mélenchon no tira la toalla nunca, quiere pisar moqueta. Y cada vez está más cerca de conseguirlo. Ha acaparado un voto de enfado que lo está catapultando cada vez más, se ve como alternativa de gobierno contra la extrema derecha y el centro-derecha socioliberal de Macron, personaje muy afín al stablishment y a los poderes económicos (recordemos que fue el banquero aventajado de Rothschild). Mélenchon tiene a su favor que la Asamblea, tradicionalmente opositora al poder de la Jefatura del Estado, va a inclinarse a su favor en las elecciones legislativas. Incluso se ha soñado como Primer Ministro. Y justo ese es el problema de Mélenchon: él mismo. Porque sus posturas antieuropeas (le da rencor encontrarse la bandera de la Unión) o sus veleidades (recordemos cómo se definía como el Estado cuando la policía debía investigar un recinto en el que él estaba) le hacen inclinarse hacia una radicalidad que termina siendo compartida por los simpatizantes de Le Pen. Cuando intenta alejarse del centro dirigiéndose hacia la izquierda se acerca, irónicamente, al otro extremo. Mientras no modere sus posturas (o deje el paso libre a una nueva hornada) el Elíseo va a seguir lejos.

Lo curioso es que la izquierda y derecha tradicional, Partido Socialista y el refundado partido descendiente del de Sarkozy (Les Républicains), respectivamente, han quedado en la nada, en la marginalidad más absoluta. Es como la defunción de la vieja política, de los grandes bloques hegemónicos que se odiaban pero se necesitaban para alternar cada cierto tiempo. Hoy rige la polarización y su espacio ha desaparecido. Eso y que ya nadie cree en sus promesas miles de veces incumplidas, en su vestido de ejemplaridad hace años sucio y roto. Esta lectura tiene un análisis muy interesante y puede ser precursor de los derroteros europeos en la siguiente década.

Muchos han señalado que, para que Francia se revitalice y Macron pueda atajar los problemas acuciantes, el propio Presidente ha de hacer una jugada maestra: perder poder, delegar. Francia ha sido siempre muy centralizada y puede ser hora de empezar a descentralizar, a dar más poder y autonomía a las regiones que la componen. Habrá problemas, sí, pero su figura dejará de estar tanto en el punto de mira. Hoy cualquier logro o fracaso queda achacado al Jefe del Estado e, indirectamente, a la propia República Francesa. Si delega la capacidad de llevarse logros y fracasos la responsabilidad se diluirá, convirtiendo en ente neutral, como debe ser, al propio Estado. Veremos qué nos depara el futuro.

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