jueves, 22 de agosto de 2013

Diario de Viaje: Le Mont Saint-Michel (Junio de 2013)

Visita obligada a este pueblecito de la Baja Normandía. Siempre hay estampas típicas de este monte medieval: una isla que cuando baja la marea se une al continente y con inspiración a centro oscuro y retirado del mundo, como la abadía del Nombre de la Rosa. Tenía ganas de ir pero con el mal tiempo asentado por la zona como que se estaba postergando el viaje. Finalmente, la casa de estudiantes organizó un viaje para visitar el lugar y ahí que fui el primero en inscribirme.

Pero claro, el día amaneció frío, nublado y con algo de llovizna. ¡En la época medieval debía ser esto muy deprimente! Total, el viaje de ida la pasamos haciendo chistes y comentando tonterías que amenizaron el trayecto por zonas verdes y boscosas. Y al llegar a la zona de bajada, neblina y viento frío. La postal del lugar se hizo difícil y no pudimos ver bien el monte hasta que el autobús del lugar nos acercó hasta la zona peatonal, que está de obras para dejar la entrada elevada, puesto que parece que la carretera está afectando a la distribución de arena. Llegamos con marea baja y vimos algunos caminando a lo que hace unas horas eran islotes lejanos. Nosotros nos metimos en una ciudad amurallada con casonas de piedra y algunas de vigas de madera y en vez de atravesar la estrecha calle principal bordeamos la muralla de la ciudad viendo todo desde arriba. Llegar a la abadía es impresionante. Muros enormes y ventanitas para vigilarte, paredes colgadas de la roca y contrafuertes gigantes. Arquitectura ideal y verdín por todas partes. Había huelga, por lo que entramos gratis al templo. El frontal tenía un precioso mirador y el juego de luces y sombras dentro de la abadía le daba más seriedad a su arquitectura.

Lo mejor son las columnatas del claustro, su verde jardín y los colindantes edificios asomando por todos lados. El refectorio y la sala de grandes chimeneas te ayudaba a hacerte la idea de cómo se vivía por aquellos años y bajar hasta una sala oscurísima con pilares enormes, de vez en cuando iluminada por un ventanuco que rocía luz sobre un pequeño altar te da una sensación de opresión y misterio, como si hubiese una presencia maligna siempre suelta. La rueda que subía el carro con comida sobre una ladera es impresionante, así como el aprovechamiento de los recovecos para jardines y huertos. Algunas salas más indicaban la lucha contra la roca y la salida a la ciudad era como llegar a la libertad. De ahí caminamos un poco y comimos en un restaurante para almorzar con la guía uzbeka. Comer ostras es un capricho que se pudo cumplir y si el tiempo mejora es una alegría. Rápidamente fuimos vagando por la pequeña población de menos de 100 habitantes hasta un cementerio encajado entre casas y unos jardines de vistas impresionantes. Al volver al istmo pudimos hacer fotos con el cielo despejado y retomar el autobús.

Y la parada fue a Dinan, ciudad bretona con multitud de casas de piedra y rincones con ancianos tocando instrumentos medievales. Un paseo tomando helado hasta la torre del reloj y de ahí al borde de la ciudad para contemplar un tajo enorme y verde donde el río domina la panorámica. Casitas y pesqueros adornan todo su curso y al fondo se contemplaba un bosque impenetrable. Una maravilla, vamos. Aprovechamos para internarnos y bordear las murallas y así contemplar la ciudad medieval. Había una enorme iglesia que vimos en unos minutos, así como otra con gárgolas y entrada abocinada que pasamos de largo. Una hora nada más hasta la vuelta a Nantes y tener el descanso merecido.

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