sábado, 10 de enero de 2015

Príncipe Alfonso, el 'Puigmoltejo'

El nacimiento de quien sería Alfonso XII fue un hito de alegría en Madrid y el resto de España. Ese 28 de noviembre de 1857 la Villa y Corte escuchó 21 salvas de cañón, confirmando que el nuevo Príncipe era varón. Tanta alegría hubo que los teatros interrumpieron sus funciones y las orquestas se hartaron de tocar el himno nacional. Muchos salieron a la calle a celebrarlo. Y no era para menos, ya que hay que recordar que el siglo XIX es el siglo de las guerras carlistas, las guerras civiles de las que nadie se acuerda ya y originadas porque Fernando VII no tuvo descendiente varón.

Vivas y petardos se sucedieron hasta altas horas de la noche. Y esto con la proclama de:
-¡Ha nacido el Puigmoltejo!

¿Por qué esto? Porque era de sobra conocido que Isabel II no era una esposa muy fiel. Y como buena Borbón, sus amantes se contaban casi por decenas. Pero como la Reina, evidentemente, era mujer, el machismo de la época (e incluso el de ahora) tildaba esto de bochornoso. El rey consorte, don Franciso de Asís, tenía claro que no era el padre biológico de la criatura. Es más, era homosexual, con pareja reconocida. Entonces, ¿quién era el padre? Hay numerosos candidatos, entre ellos el Duque de la Torre, el polifacético Francisco Serrano (o también conocido por la Reina como el General Bonito) o como indican nuevas teorías, el Conde de Sutton-Clonard. Pero quien se lleva todas las palmas (e incluso los que han visto un cuadro de su figura) indican que no fue otro que Enrique Puigmoltó. Y este capitán de ingenieros convivió meses con la Reina, siendo un escándalo en el Gobierno.

Hay que mencionar que Isabel II tuvo nueve hijos y Francisco de Asís (el que tenía más encajes que la soberana, según contaba ella por su noche de bodas) pronto descartó la paternidad biológica de esos vástagos. Serrano, el Marqués de Bedmar, el Pollo Arana, Miguel Tenorio y Marfori podrían ser los sucesivos progenitores, incluido Puigmoltó. Al menos esto podría evitar la fuerte consanguinidad que tenían los esposos, puesto que eran primos, descendientes de personas emparentadas. Pero bueno, muchos hijos murieron jóvenes, Alfonso XII incluido. Pero el objetivo no era la paternidad, sino la continuación dinástica y el evitar que los carlistas siguiesen reclamando el Trono.

Ya la polémica saltó con el primer hijo, nacido muerto. El padre no presentó el cuerpo y se hizo pronto desmentidos de lo que se comentaba, aunque sin mencionarlo para que los más despistados no sumasen uno más uno. Pero la pista está en que Francisco quiso un cuadro del bebé para ver a quién se parecía. Pronto nació La Chata, la princesa Isabel, confirmando la sucesión monárquica. Pero muchos Grandes de España se excusaron de ir al bautizo. ¿La razón? Que era de todos sabido que era hija del Pollo Arana, un gallardo noble, héroe de la revolución de 1848 (por la que consiguió la Cruz de San Fernando). La princesa Isabel pronto fue conocida como La Araneja, en clara referencia al compañero de bailes (y cama) de Isabel II.

La tercera hija de la Reina murió al poco. Francisco de Asís, no se sabe si inundado de pena o con ganas de ver a su amante don Antonio Ramos de Meneses, se fue al Pardo. Doña Isabel al pronto empezó a convivir con su nuevo amante, Enrique Puigmoltó y tras poco tiempo quedó embarazada. Para celebrar esto nombró a Puigmoltó Vizconde de Miranda, siendo un escándalo para la nobleza, puesto que no se podía encajar la paternidad oficial del Consorte y un advenedizo ya era noble por hecho del embarazo.

Gobierno e Iglesia pusieron cartas en el asunto. El presidente Ramón Narváez, de corte autoritario y temido por todos, quiso presentar su dimisión y provocar una severa crisis. La Reina no tembló y se negó a expulsar de su palacio a Enrique. El arzobispo de Toledo entonces empezó a criticarla, unido al nuncio del Papa, que hacía saber a la soberana que el Sumo Pontífice se negaría a apadrinar al bebé. Isabel II volvió a quedarse en sus trece, ignorando la tradición de Monarquía Católica que era España desde sus inicios. Desesperados, acudieron al confesor real, el padre Claret. Tenía fama de santo e Isabel II lo había hecho traer desde Cuba para que escuchase sus pecados. Y es que la Reina y su consorte eran altamente beatos. Claret se negó a confesar a la monarca hasta que no se fuese Puigmoltó. La batalla duró hasta tres meses después del nacimiento de don Alfonso, yéndose hasta Valencia el capitán de ingenieros. Pronto volvió Francisco de Asís a Madrid para cubrir apariencias.

El parto fue algo de lo más curioso, puesto que la Reina se rodeó de catorce reliquias: la mano derecha de San Juan, dos espinas de la corona de Jesús, el cráneo de San Ramón Nonato y el cristal de San Valentín, entre otras. Gastó mucho en limosnas para purgar en cierta manera sus pecados y ahuyentar la mala suerte del parto. La canastilla del bebé fue comprada, por una alta suma, a la Vizcondesa de Jorbalán, que llegaría a ser canonizada. La canastilla fue confeccionada en un instituto dedicado a la reconversión de jóvenes prostitutas y la tela fue comprada en París, casi nada.

De este modo, don Alfonso de Borbón llegó a este mundo. Y es que las cosas en la España del siglo XIX nunca fueron tranquilas.

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