Ahí, adosada a una cumbre mirando desde lo alto al Tajo, que parece que la abraza y sobre este el antiguo y legendario puente de Alcántara con sus puertas en ambos lados. Sí, esa fue una de las últimas visitas a la ciudad, puesto que el guía nos llevó al otro lado, cerca de la Academia Militar, para que observáramos la ciudad a la caída de la noche.
Antes que eso, nada mejor que observar la enorme Puerta Bisabra, con el decoradísimo escudo de la ciudad, que intenta tener siempre presente que Carlos I vivió allí y desde allí controló uno de los mayores imperios de la Historia. Ver las puertas y la muralla de la ciudad te hace imaginar cómo sería la vida ahí durante la Edad Media, cómo Alfonso VI entró por la puerta quizás entre vítores y cómo generaron tal cantidad de leyendas. Las calles empinadas todas empedradas con casas antiguas de piedra y de vigas de madera dan a pensar que no ha cambiado mucho nada. La plaza Zocodover, más grande su historia que su superficie da para quedarse un rato a retomar fuerzas y a idear nuevos recorridos mientras miras su reloj y la gran cantidad de balcones.
Las cadenas colgadas en la fachada de San Juan de los Reyes con sus altas columnas y juegos de luces, las pinturas de El Greco (donde me regañaron en su museo varias veces por intentar filmarlas). Eso sí, hay pocas referencias a la época visigoda, donde también Toledo ostentó el grado de capital. Hay algunos restos, algunas cenefas (como en la fachada de las Cuevas de Hércules) y quizás restos de palacetes de recreo al norte de la muralla. La Sinagoga del Tránsito con esos detalles impresionantes y su museo adjunto. Y bueno, poco más visitamos, dando un ligero vistazo a una de las fachadas del alcázar para recordar los estragos que sufrió durante la Guerra Civil.
Una ciudad que deseaba volver a visitar y, mira por dónde, se ha convertido en mi nuevo hogar.
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