sábado, 16 de noviembre de 2019

Diario de Viaje: Cuenca (Octubre de 2018)

Siempre tuve ganas de conocer esta emblemática ciudad y ya con coche uno se puede permitir el lujo de descubrir lo que siempre ha querido descubrir. Eso sí, llegar hasta Cuenca no es fácil y me perdí dos o tres veces entre tanta entrada a diferentes autovías, desvíos y reentradas. Eso sí, el paisaje cada vez más verde y montañoso te va enamorando paso a paso y cuando entras te dan ganas de pasear por la parte nueva y vieja. Cuando llegamos en los parques había castañares, y te daban ganas de llevarte algunas, aunque si se te caían en la cabeza te quedabas medio inconsciente.

Un aviso a navegantes, intenten almorzar antes de las tres de la tarde, ya que a partir de las cuatro muchos sitios cierran la cocina y no te dan nada que no sea café y cubata.

Bueno, a lo que vamos, en el camino hacia la parte vieja puedes ver la enorme Diputación de Cuenca, con su enorme jardín. Poco a poco te internas en la zona turística y pudimos ver un desfile con tamborrada incluida, no recuerdo bien por qué motivo era. Lo primero que hicimos fue pasear por la zona verde generada por el cauce del Huécar y llegamos hasta un farallón que nos hizo dar media vuelta y avanzar por el puente de hierro. Es una panorámica excelente, puesto que por un lado puedes ver el parador nacional y por el otro las famosas Casas Colgadas, que tienen un aspecto alargado, de rascacielos, apenas apoyadas los balcones sobre acantilados. Es lo típico de Cuenca, y lo más hermoso.

Ya dentro del casco fuimos hacia la gran Plaza Mayor que abarca la fachada de la catedral y el ayuntamiento, lugar bastante hermoso. Destacan sus casas de fachada estrecha y de gran altura, con varios y pequeños balcones enmarcados en piedra natural y todo el resto pintados con colores muy llamativos. Ascendiendo algo más llegas a las antiguas murallas y lo que queda del antiguo castillo. Desde ahí puedes asomarte a las terrazas del río Júcar, de singular belleza, con muchos árboles y unas pinturas que parecen ser los ojos de un gigante mirando (vigilando, quizás) la ciudad. También puedes descender un poco y llegar hasta la Torre de la Mangana, con su reloj y los restos de la alcazaba. Se respira historia en el lugar.

Como curiosidad, paseando por los barrios vi una bandera del Reino de Castilla, con el dorado castillo enmarcado en el campo rojo. Había visto los pendones morados de los castellanistas o la conocida bandera de Castilla y León, pero ver el antiguo emblema castellano, nunca. Impulsó en mí una emoción, como que alguien sigue recordando y homenajeando tiempos pasados.

La vuelta fue más sencilla, aunque un perro cruzó en la autovía. La experiencia aún queda bien fresca en mi memoria, porque es un lugar que merece la pena ir. Sí, me faltó la Ciudad Encantada.

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