sábado, 9 de febrero de 2019

Ibarra, la ciudad a la que tengo miedo de volver

Uno de los lemas de Ibarra es que es la ciudad a la que siempre se vuelve. Pero visto lo visto, da miedo tal declaración: es más una amenaza que un bonito reencuentro.

Hace pocos días hubo un feminicidio brutal en sus calles, cerca del centro de la ciudad. Durante horas un hombre retuvo a su novia embarazada con amenazas de matarla. La policía, más espectadora que otra cosa (dicen que están asustados tras la condena de uno de los suyos por usar la fuerza contra un delincuente, pero no sé qué pensar) poco se aventuró y el pueblo, con más morbo que civismo ciudadano, grababa la escena y hacía de espectador de lo macabro. Al final el demente mató a la chica, sumando una muerte más a las centenas que se han sucedido de violencia de género en los últimos lustros en Ecuador.

Hacía pocas semanas que Quito se había despertado con la desagradable noticia de la tortura y violación de una mujer. Hace uno o dos días que violaron en grupo a una estudiante en las cercanías de Ibarra. Gota a gota se sucede esta tragedia y no parece que nadie haga nada por evitarlo, como si fuese algo connatural a la sociedad en que vivimos, un subrproducto que se puede aceptar. Todo mal, porque así no vamos a ningún lado.

Pero el caso de Ibarra tomó un giro muy preocupante, se desvió mezquinamente la atención sobre un gravísimo problema social (no solo endógeno, sino compartido por toda nuestra hipócrita civilización) para echar la culpa al que viene de fuera de todo mal ocurrido. El asesino era venezolano y en vez de indagar sobre la violencia de género afloraron quejas y posturas xenófobas. El problema no fue la muerte, no fue el feminicidio, sino que un venezolano había matado a una ecuatoriana. El pueblo ibarreño salió a la calle a protestar por la presencia de venezolanos, muchos de ellos huidos de situaciones penosas en su país de origen. Poco recuerdan los ecuatorianos que muchos de ellos han migrado a lugares lejanos y han sufrido injustamente discriminación. La turba fue a lugares habitados por venezolanos y los echaron de sus propias casas, conminándolos a abandonar la Ciudad Blanca. Todo esto ha hecho derribar a la gobernadora de Imbabura por mala gestión del caso y por inacción policial. Se han tomado cartas en el asunto aunque a mi juicio todo aún de manera superficial.

Criticar al foráneo es lo fácil porque hacer introspección cuesta mucho y sorprendentemente parece que es un precio asumible seguir ocultando la violencia machista y que paguen justos por pecadores. El presidente Moreno, en vez de clamar por la paz y acallar a la turba, hace loas a la paz inherente de los ecuatorianos y habla de controlar aún más a los migrantes extranjeros. Ese no es el problema, señor presidente, eso es echar balones fuera, es caldear el ambiente y es aprovechar una situación para implementar políticas muy cuestionables.
 
Tristeza es lo que siento ahora. Haber recorrido las calles de Ibarra y conocer a sus gentes durante varios años me ha hecho empatizar bastante. Ver turbas como si nos encontrásemos en las cazas de brujas europeas y norteamericanas del siglo XVII o en plena Alemania del primer tercio del siglo XX ha sido desgarrador. Que muchos estudiantes que conozco apoyen estas razzias (habiendo tenido muchos profesores venezolanos y habiendo tenido tiempo de darse cuenta de que el mundo no es blanco o negro) me hace preocupar en alto grado. 

El tumulto puede haber cesado pero temo que la ira siga latente. Hay mucho resentimiento en la sociedad ecuatoriana, hay mucha ansia de revolver las cosas y no de manera pacífica. Creo que tantos siglos de servidumbre han marcado mucho a esta sociedad y se conserva una violencia latente que no lleva a nada. Y toca reconducir esa ira para transformarla en algo constructivo y que apunte directamente al verdadero problema. Lo bueno que hay voces que no compran las proclamas manidas de xenofobia, hay voces que inciden en el verdadero problema de la violencia machista y hay voces, a pesar de que sean reprendidas, que claman por una verdadera paz, convivencia y actitud feminista. Aún hay esperanza.

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