Mi amigo buscó un pueblo hermoso y característico cerca de donde vivía y nos propuso pasar toda la mañana allí. Y mereció mucho la pena. Eso sí, por el camino pasamos por algunos desvíos hacia otros pueblecitos que daban la impresión de merecer ser visitados. Pero le tocó a Taramundi y se cunmplieron todas las expectativas. Para empezar, está enclavado entre valles y montañas, todas muy verdes, mezclando prados para pasturas y bosques. Y eso ya de por sí hace que merezca la pena la visita.
El pueblo está en pendiente y recorrerlo cansa bastante, siendo sinceros. Pero las casas grandes de piedra amarronada le dan un aire muy medieval y característico. Los techos de pizarra aventuran que los inviernos han de ser muy duros y la torre de la iglesia asoma de vez en cuando por las callejas estrechas y que van de un lado para otro. No es muy grande el pueblo, pero tiene rincones con casas únicas decoradas con particular interés de sus dueños. Los hórreos dan el porte asturiano al paraje y casi a las afueras puedes pasear los los restos del castro de Os Castros, círculos basamentales apiñados que te hacen imaginar cómo era el aguerrido estilo de vida de las tribus celtas que antaño poblaban este lugar.
Por si fuera poco, bajando aún más y llegando al impresionante río Cabreira, cercano a su desembocadura en el Turia está el museo de los molinos de Mazonovo. Tienen un fuerte carácter didáctico y se puede uno asombrar por esos portentos de ingeniería, no faltos de belleza. Lo malo es que la famosa cascada artificial estaba seca y nos llevamos un gran chasco.
¡Ay! Se me olvidada, en un restaurante nos pedimos la famosa fabada asturiana. Si bien con ese calor es de locos comer esto (y luego nos pasó la factura la digestión) pudimos ponernos las botas y saborear el típico plato asturiano en la misma Asturias. No digo más, es un lugar que merece ser visitado de nuevo.
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