lunes, 31 de octubre de 2016

Diario de Viaje: Machu Picchu en Aguas Calientes (Febrero de 2016)

Llegar en el tren destrozado y con un sueño descomunal, es lo peor que puede pasar. Lo bueno es que la parada del tren está casi en el mismo pueblo. Poco pude ver de Aguas Calientes. Como mucho, una plétora de hoteles, un caudaloso río Urubamba. Parece que incluso había una cercana plaza con mucha iluminación y estatuas en honor a gobernantes incas. Yo, como mucho, vi unas letras y piedras que hacían de réplica de antiguos monumentos. Destrozado, me fui a dormir. Pobre Geo, que tuvo que poner todo a punto para la inminente jornada, puesto que íbamos a desayunar antes de amanecer para ser de los primeros en entrar.

El hotel fue un desastre pues no hicieron nada de lo que pedíamos. Incluso la hora de despertarnos fue un error para esta gente. Y por suerte pusieron el desayuno, pero en un lugar escondido y con nada de luces. Si no exploramos, moríamos de hambre. Aún de noche compramos los pasajes de autobús para subir el zigzagueante camino entre un paraje selvático. El ascenso, mientras clareaba el día, fue impresionante. Ya arriba hicimos cola para entrar en el grandioso Machu Picchu. El que me impresionó fue el el cerro Putukusi, con un lado de la montaña que era prácticamente plano, pero a rebosar de vegetación casi selvática. Todo el entorno está a rebosar de verdes y afiladas montañas. Y cómo no, el característico Huayna Picchu. Dentro es como las fotos, o mejor. Las edificaciones con una piedra inmensa y con un pulido impresionante, las puertas trapezoidales, los graderíos para cultivos y una niebla mística que te dejaba ver de a ratos todo el esplendor. Los miradores, como si tuviesen ventanales, dominaban una vista magnífica y atrás te arropaba la montaña que da nombre al complejo arqueológico.

Las explicaciones de los guías, un tanto alocadas para variar, indicaban dónde existían recintos sagrados y dónde vivía la gente no privilegiada. Incluso indicaban medidores solares (unos cuencos de piedra con agua) y los templos ya encontrados con signos de abandono y derrumbe. Vimos incluso la zona verde y rectangular que podía ser lugar de festejos o de actividades deportivas. La prueba del eco es impresionante: los conocimientos de acústica incluso al aire libre parecían no tener secretos. Un pequeño descanso para mascar hojas de coca en unas edificaciones que recreaban los típicos techos de paja empinados y a practicar la subida al Huayna Picchu.

El terreno estaba mojado y resbaladizo y algunos no estábamos en nuestro culmen de salud y vigor como para hacerlo en un periquete. El ascenso nos dio varios regalos, como la vista de la central hidroeléctrica o efímeros arcoíris. Mientras ascendía el sol y la temperatura las nieblas se disipaban y permitían tener una fantástica vista aérea de Macchu Picchu. Es duro, pero acceder a los lugares de vigilancia que tenían te da unas vistas que son las mejores del lugar. Y ya que estás ahí, mejor llegar a la cima, con una claridad enorme y con unas vistas de toda la zona. Eso sí, con enormes avispones de compañía. El descenso te lleva por lugares edificados por los antiguos incas.

Ya de vuelta en la zona arqueológica pasamos por zonas que parecían como la zona residencial, intercalada de grandes piedras y algunos templetes más. No está tan concurrida (terminas en la zona baja de las gradas de cultivo) pero te permite estar más cerca de imaginar cómo vivían a esas altitudes. La última parte del trayecto era llegar al lugar donde se hacen las consabidas fotos, cerca de otra antigua caseta de guardia. Yo ya no estaba para muchos trotes y no lo pude completar. Es más, faltando varios metros para salir de Machu Picchu tropecé en unos escalones y me derrumbé. No daba más. ¡Incluso me sacaron en camilla! Un rato de oxígeno en la enfermería me devolvió la vida. ¡Uf! Por poco. Suerte que mi bonita esposa estuvo siempre a mi lado, que si no quién sabe cómo podía haber terminado la aventura...

Al borde del desfallecimiento regresamos a Aguas Calientes para comer y reponer energía. El tren nos llevaría hasta Ollantaytambo otra vez. El camino estaba despejado y por los techos acristalados del tren pudimos ver la impresionante orografía del Valle Sagrado mientras comentábamos chistes y anécdotas de hacía pocas horas. Ya en la ciudad nos tocó buscar una furgoneta que nos llevase, por un módico precio hacia Cuzco, la antigua capital del Imperio.

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