Trepó con sus pocas fuerzas hacia la cima de la
pedregosa colina. Constituida con piedras de tamaño enorme y minúsculo, se
derrumbaban a cada intento de ascender. Pero no desistió de ello, puesto que su
mente, su valía y su vida parecían depender de ello. Tras resbalar innumerables
veces y estar casi al borde de la desesperación consiguió su fútil propósito.
La cima era minúscula y sin nada de vida sobre ella, pero Harzak pudo ver una
panorámica de lo que le rodeaba. Una tierra salpicada de colinas desérticas en
la que predominaba el color rojo sangre. Hasta donde podía alcanzar su vista
divisaba un erial muerto y desolado. Una desolación solo comparable a la que
tenía en su alma.
Recordó Harzak cuando
en los tiempos gloriosos su civilización cubría la faz de la Tierra. Habían colonizado
cualquier punto del globo: desde valles umbríos hasta las llanuras gélidas de
los polos y pasando por las selvas más exuberantes e impenetrables.
Pero de ese orgullo no quedaba nada, de esa
ansia por conocerlo todo. Por comprenderlo todo. El cielo, de tintes rojos y
dorados solo, estaba cubierto de gruesas nubes que apenas dejaban pasar algo de
luz. Torreones luminosos que aparecían y desaparecían como jugando a juegos
infantiles. El viento seco y cálido cortaba su maltrecha piel. Y su sed era
acuciante. Harzak hacía días que no había comido ni bebido: carne reseca y sin
valor y agua pútrida. Estaba al límite, pero no podía darse por vencido. Como
el último representante de su especie se negó a tal honor de una muerte rápida.
Pero la ironía de que ningún historiador iba a recoger el último dato de la Historia le hizo mover
sus agrietados labios en una mueca que imitaba grotescamente a una sonrisa.
Intentó levantarse, pero hasta el cuarto intento no lo logró. Su horizonte se
amplió y vislumbró aún más desolación. No había rastro de vida en las
proximidades y recordó las antiguas mitologías, donde los dioses castigaban a
sus siervos con crueles y repetitivos castigos. Aunque consumido y totalmente
esquelético, sus músculos agotados no soportaron más su peso y se dejó caer.
Puede que perdiera el conocimiento durante algunos minutos. Quizás fuesen
segundos u horas, porque el cielo no cambiaba y los relojes ya solo pertenecían
al recuerdo. Respiró profundamente para tomar aire y retazos de fuerza, pero
solo tragó tierra y le hizo toser.
Su pueblo había sido
numeroso y su familia bien conformada y feliz, a pesar que la era en la que
vivían era dura. Los siglos dorados de inventos revolucionarios y exploraciones
gloriosas habían quedado muy atrás y no se puede vivir eternamente del éxito de
los antepasados. Ignorando que el mundo declinaba no consiguió evitar la
auténtica declinación. Bosques talados, agua desaprovechada, guerras
exterminadoras… Todo eso había ayudado al colapso de su civilización. Eso y la
maldición divina, como auguraban los clérigos, aunque los científicos lo
achacaban a algo más simple y demoledor: un asteroide.
Harzak se abrasaba en esa tierra pedregosa y
caliente, por lo que rodó hasta quedar precariamente boca arriba. Un alarido
fue lo único que pudo producir para combatir a la ominosa desolación. No podía
hacer más. Incluso, si encontraba algún depósito de agua potable lo único que
le reportaría sería unos días más de agonía, unas horas para seguir meditando
antes de que el delirio ocupase todos sus resquicios. Minutos para lamentar su
maldita acción de huir de la ciudad moribunda y dejando atrás a su familia en
un gesto egoísta por su supervivencia. Pero la supervivencia, aunque fuese un
instinto poderoso y un arma eficaz para los momentos más difíciles, estaba
engañada porque no había manera de evitar el funesto fin. Reptó como pudo para
avanzar unos metros y del esfuerzo sin ningún motivo solo surgían lamentos. En
un determinado momento se le saltó una uña, pero su centros nerviosos
receptores del dolor estaban saturados y no sintió nada. O sintió como
cualquier otra sensación, al mismo nivel que sentir calor, sentir sed, sentir
el viento árido…
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