Salir de Albufeira y dar unas cuantas vueltas para enganchar la autovía y moverse hacia el norte fue más sencillo de lo que esperaba. Cierto que en los peajes te cobran una barbaridad pero a cambio tienes un camino para ti y pocos más, así que conducir así es menos estresante. El camino tiene montes a ambos lados y es muy verde, se nota la influencia de la enorme costa atlántica que tiene Portugal. Paramos en una estación de servicio para comer y reanudamos la marcha con el lío del cruce de autovías que irradian desde la capital pero tuvimos buen tino de desviarnos por donde debíamos.
Casi a la caída del sol llegamos a la freguesía de Quinta do Anjo, una población no muy pequeña (pero para nada grande) enclavada en una ladera con casas blancas y un silencio acogedor. Un hombre nos esperaba para dejarnos la habitación con cocina y, lo mejor de todo, una estufa a leña que debíamos encender nosotros y mantenerla viva. Un rincón espectacular pero, eso sí, bastante frío por la noche.
A pocos cientos de metros ya termina la freguesía y empiezan los caminos rurales y con un desvío que bordea algunas casas llegas a un cementerio neolítico descubierto por casualidad en unas obras. Básicamente son enterramientos mortuorios en forma de cúpula con abertura en forma de túnel por un lado y otra abertura en la parte superior. Los diámetros de las aberturas eran pequeños y daba la sensación que observabas un útero terrestre, como si las antiguas culturas intentasen emular la contraparte del nacimiento, un nacimiento invertido donde entras a la tierra. Me dejó pensando bastante tiempo y reflexionando sobre la manera de entender el mundo de aquellas personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario