lunes, 10 de octubre de 2011

La Restauración: último gobierno alfonsino

En el séptimo capítulo de esta saga histórica nos vamos a centrar en el gobierno de Cánovas del Castillo en el periodo (1884-1885) en el que pone punto y final al reinado de Alfonso XII por su muerte prematura. Tras la debacle internacional el Partido Liberal no puede conseguir que España entre en la Triple Alianza (formada por Alemania, Austria e Italia, junto con el apoyo de Rusia en los primeros instantes de su creación). La pasión del Rey por el modelo imperante en el II Imperio Alemán, basado en un gobierno centralista que le da algo de maniobra a las regiones y originada su preponderancia en una gran fuerza militar e industrial con unas políticas sociales para los trabajadores muy aceptables dentro de un régimen constitucional bicameral en el que habían puntos alejados de la plena democracia junto con un gran peso de las decisiones de los terratenientes (unido a que el emperador poseía ciertos poderes no simbólicos, como la jefatura del ejecutivo a pesar de que el canciller ostentaba el mando supremo del ejército y la prerrogativa de aplicar la política internacional que decidiese) provocaron la entrada del Partido Conservador al poder. Así que en enero de 1884, Cánovas retoma la Presidencia y lleva a cabo una controvertida decisión: colocar como Ministro de Fomento a Alejandro Pidal y Mon, representante del ala derecha del partido debido a sus inclinaciones carlistas. Este proceso integrador logra acallar muchas críticas del cuerpo carlista, además de dar algo de confianza a multitud del electorado de fuertes creencias cristianas. Sin embargo, no todo fueron aciertos en su designación, puesto que entraron en conflicto conceptos como que un católico formase parte de un gobierno liberal (por parte de los integristas cristianos) y que su llegada pusiese en peligro la aplicación del artículo de la Constitución que propugnaba la libertad de conciencia (liberales y republicanos compartían esta idea). Además, frente a odios y pasiones levantadas se unen dos importantes crisis políticas y diplomáticas. La primera fue en verano de 1884 cuando Pidal hace unas declaraciones en nombre del Gobierno enfocadas en la política del Reino de Italia y el poder temporal de los papas, lo que llevó a un resentimiento manifestado y potenciado por ciertos sectores liberales; la situación creada fue tan compleja que se hacía muy difícil la explicación del Gobierno español ante el italiano, ya que esto desgastaría a Pidal y conllevaría críticas del Vaticano y manifestaciones de católicos. La segunda versa en la presencia de Pidal en el discurso de apertura de la Universidad Central en el que Morayta, conocido masón, realiza un discurso con conclusiones muy controvertidas, provocando varias pastorales en contra del liberalismo, la masonería y el laicismo y pidiendo la dimisión de Pidal; incluso el obispo de Plasencia en enero de 1885 llegó a predicar a favor del catolicismo, en contra de Pidal y esbozó un cuestionamiento de la falta de legitimidad de la monarquía al no estar basada en principios cristianos. Mediante una política exterior mesurada llegaron a subsanarse los problemas (diplomáticamente se consiguió una rectificación del Vaticano de las palabras del obispo de Plasencia) aunque los conservadores quedaron muy gastados y junto a otras crisis provocaron la inminente alternancia de partidos, incluso si Alfonso XII no hubiese muerto.

La Conferencia de Berlín de 1885 imprimió un impulso al movimiento colonial europeo, obligando a España a condicionar su política exterior en función de lo que el resto de potencias tuviesen en mente. Las directrices de exploración y colonización de África conllevaron medidas para designar los territorios y sus soberanías, contemplando la llegada de población de la metrópoli para confirmar las intenciones colonizadoras del país en ciertos territorios africanos. Como siempre, el grupo africanista influyó en la timorata política exterior del gobierno canovista, fomentando la ocupación de la costa occidental (Sáhara y sur de Marruecos) y central (Guinea Ecuatorial, Río de Oro). Por tanto, en diciembre de 1884 la sociedad africanista logró la Real Orden de exploración y ocupación de Río de Oro. Este proceso imperialista en África se vio contestado por Alemania por la cuestión de la soberanía de las Islas Carolinas, localizadas en el Pacífico. Alemania retorció las reglas de la Conferencia y aplicó las directrices para África en territorio de Oceanía, debido a la falta de población española en las islas. Esta maniobra del gobierno de Bismarck en agosto de 1885 provocó una gran manifestación de carácter patriótico ante las puertas de la embajada germana. Afortunadamente, la política de la Restauración basada en la integración y el diálogo evitaron posibles movimientos bélicos, lo que hizo que el canciller Bismarck cambiase de opinión y llevase el problema al papa León XIII. En octubre de 1885, el Papa determina que las Islas Carolinas pertenecen a España pero que en la brevedad deberían estar habitadas por personal militar y administrativo. Además, garantiza a Alemania el comercio libre y la posibilidad de realizar explotaciones agrícolas en las islas. Por consiguiente, España mantuvo bajo su soberanía estas islas y por otra parte Bismarck pudo reconciliarse con la Santa Sede.

En el verano de 1885 se dio una brutal epidemia de cólera que afectó al sur y al este de España. La incapacidad del Partido Conservador de enfrentarse y paliar los efectos hicieron mella en la confianza de sus capacidades y las críticas arreciaron sobre Romero Robledo, ministro de Gobernación, que al final se vio obligado a dimitir. El Gobierno aplicó una política de aislamiento y cuarentena, a la vez que rechazaba la posibilidad de aplicar la vacuna que había desarrollado Jaime Ferrán. Las críticas a la política de Cánovas aparecieron por todos lados y empezaron a resurgir los sentimientos cantonalistas, plasmados en procedimientos sanitarios que desobedecían los postulados que salían de Madrid. La vacuna pudo ser aplicada en Alicante gracias a este brote de autogobierno y se comprobó finalmente su eficacia. Mientras remitía la epidemia se empezaron a realizar estudios para confirmar que la mayoría de autoridades académicas y la cultura de ciertas zonas indicaba una pobreza de conocimientos científicos abismal. Además, se percataron que las condiciones sanitarias e higiénicas de muchas poblaciones y algunas capitales de provincia eran altamente precarias, lo que llevó a la realización de planes urbanísticos de alcantarillado y abastecimiento de aguas (como en el caso de Granada) que se habían proyectado pero nunca iniciado. Los fallecidos casi siempre provenían de clases bajas y de barrios pobres, lo que ponía de manifiesto la gran desigualdad social que existía en la época; los acaudalados migraron al norte español para prolongar sus vacaciones y evitar el posible contagio. Desde el punto de vista religioso se aprovechó la epidemia para predicar que era una plaga divina como castigo al liberalismo; de todas maneras, la actuación de instituciones religiosas caritativas y hospitalarias se hicieron cargo de las ayudas que el Gobierno no estaba dando. Todo este desgaste empezó a fortalecer a Sagasta, confirmándolo como una inminente alternativa. Además, Cánovas y Silvela habían fortalecido la representación del Partido Liberal en el Congreso para confirmarlo como un partido de izquierda y una opción mejor que el resto de partidos de la izquierda, generalmente potenciados por Romero Robledo a la hora de llevar a cabo los pucherazos de la época. La fortaleza de Sagasta queda asegurada por las victorias de su partido en las elecciones municipales de 1885, que en coalición con los republicanos, consiguen resultados muy favorables, incluso en Madrid.

Alfonso XII, comprometido con su pueblo, llevó a cabo una visita inesperada a enfermos de tuberculosis sin permiso del Gobierno. Su acto espontáneo consolidó su popularidad pero se vio afectado también por la enfermedad. Parece ser que cuando estaba exiliado había contraído la tuberculosis y había sobrevivido afortunadamente, pero la recaída era muy probable, cosa que al final pasó. Esto podría explicar la vitalidad del Rey en aprovechar todo el tiempo posible ante la certeza de volver a contraer la enfermedad (que durante la época era muy común). Sus comunes salidas nocturnas (con multitud de anécdotas con los cocheros que lo llevaban de vuelta al palacio) y sus relaciones con la actriz Elena Sanz (con la que tuvo dos hijos) aumentaron durante estos años. Había acudido a Nerja para visitar a los damnificados de un terremoto y su presencia en Alcantarilla (Murcia) para consolar a los afectados por inundaciones calaron hondo en la población y se forjó el aprecio que se le tiene incluso hasta hoy en día. Su visita a Extremadura, en la que entusiasmado por la historia de la región y su afán de visitar pueblos y una ermita muy conocida en la zona a pesar de una climatología desfavorable y la oposición de los políticos lo convirtió en alguien que mostraba empatía en el pueblo español. Incluso su boda por amor con su prima María de las Mercedes que era mal vista por las Cortes y que acabó trágicamente por la prematura muerte de la Reina y su posterior boda a la fuerza con María Cristina reforzaron el ideal romántico de la época. La muerte del Rey en noviembre de 1885 y el ascenso del Partido Liberal fue visto por carlistas y republicanos como una oportunidad magistral de hacerse con el poder. Cánovas entonces tuvo que andar con cautela y protagonizar el famoso Pacto del Pardo (aunque muchos dudan de su existencia) con Sagasta para aunar fuerzas ante los inminentes tiempos convulsos y proclamar su lealtad a la Regente. La época de la Regencia (1885-1902) conllevará un cambio de ideología en los eruditos del país, la pujanza de las organizaciones obreras, la pérdida de las colonias de ultramar, el asesinato de Cánovas del Castillo, el sufragio universal masculino, etc. Es decir, una época que hunde sus raíces en la Restauración alfonsina y que esbozará las directrices que llevarán a la España actual.

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Publicado originalmente el  07-09-2010

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